Todos los barrios guardan sus relatos, visible u ocultos. Calles, avenidas, pasajes y callejones de espaldas o de frente al ajetreo cotidiano, a los asuntos prácticos de la existencia, o que pueden ser la puerta de entrada a espacios inesperados, a veces siniestros o detenidos en el tiempo.

Auténticas fisuras urbanísticas. Como atajos a umbrales que nos conectan a sitios misteriosos, múltiples historias de un suburbio remoto, ausentes de la guía turística. Como esas locaciones de las novelas chilenas de la primera mitad del pasado siglo que releo y subrayo con impúdica curiosidad estético-etnográfica. Algunas de ellas transcurren y describen los contornos del barrio que circunda la Estación Central, en esas calles siempre vivas, que permean al que decide recorrerlas sin ninguna ruta definida, mezclándose con la multitud, dejándose llevar, siguiendo su corriente, sus vaivenes, el pulso sostenido del paso, las que recorro amparado por el “caminar es conocer” de La oscura vida radiante de Manuel Rojas: “andar era el verbo preciso, o caminar, caminar, palabra de ladrones y de putas, de filósofos y de observadores, “yo le enseñé a caminar, “él me enseñó a caminar”, “caminemos y conversemos”, caminar por aquí, por allá, caminar es conocer, caminar de noche o caminar de día, el que está en cana o enfermo no camina, sólo caminan los que están en libertad y los que están sanos, salgamos a caminar, salgamos a robar, me gusta caminar, el que camina encuentra oportunidades, trabajo, mujeres, hombres, ideas, cosas para robar o sólo para mirar u observar”.

Y en ese aprendizaje permanente de la indagación callejera, fueron surgiendo esas existencias ficcionadas, zurcidas de apuntes de tipos humanos, de retazos y hebras de titulares y piscinas de tinta de la crónica roja. Ahí permanecen aún los surcos de esos relatos, sus huellas, la escenografía de calles habitadas por los personajes de esos melodramas con visos de comedia. Y poseído por el barrio, o acaso como un impulso inconsistente, me detengo frente a esos (des) propósitos literarios de los que emprendieron la tarea de narrar esa fracción hiperactiva de la ciudad; de dibujar esos contornos con palabras y frases que le dieran volumen y textura a sus historias que fijaron una época en torno a la Estación Central, la imponente estructura ferroviaria diseñada por la compañía francesa Schneider & Cia. de Le Creusot en 1895, y que transformó la primaria fisonomía rural del lugar y que determinó el nombre y apellido –y le dio pedigrí de comuna– al antiguo radio urbano de ‘Chuchunco’.

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La información genética del barrio contiene el comercio ambulante, el destemplado número musical, el mantra del mendigo y el mutilado, el eterno niño trabajador y el ladrón al descuido y el lenocinio. Todo en grandes cantidades. La energía centrípeta de un puñado de cuadras que comienzos del siglo XX eran descritas por Luis Orrego Luco en su novela Un idilio nuevo (1913) como un microuniverso “de edificios pequeños, vetustos, de árboles mal encubiertos, y mal enlucidos de azul y de rojo; el bullir céntrico de gente de mala catadura, de manta deshilachada, desarrapienta, con los pies calzados con esas abarcas de cuero llamadas ojotas, los pantalones arremangados y las piernas cubiertas de mugre; el olor de comida barata, de grasa y de fritura, que subía en bocanadas tibias de las cocinerías y de los chincheles dudosos; los gritos de los ebrios y las carreras de los pilluelos mugrientos y a mal traer”.

En la novela El roto (1920), Joaquín Edwards Bello lo describe como un “barrio sórdido, sin apoyo municipal. Mujeres de vida airada rondan por las esquinas al caer la tarde; que se hacen acompañar por obreros astrosos al burdel chino de la calle Maipú al otro lado de la Alameda. La mole gris de la Estación Central, grande y férrea estructura, es el astro alrededor del cual ha crecido y se desarrolla esa rumorosa barriada”. Un arrabal al surponiente de “la capital cerrada en sus murallas de granito, enemiga del mar, baluarte colonial, clerical y reaccionaria”, escindida “entre el apego moralista por disfrutar de lo antiguo y respetar la tradición, y el gusto plástico y artístico por asumir lo moderno”. Y ahí, “al reverso de esa decoración flamante que se llama Alameda”, el prostíbulo La Gloria –núcleo de aquella novela–, la intimidad rutinaria de sus inquilinos y visitantes.

Páginas que describen un ir y venir en todas las direcciones y propósitos. El tránsito de los antiguos tranvías atestados de trabajadores de vuelta hacia la Plaza Baquedano. “Las masas pasaban en carrera desenfrenada llenando todo espacio libre ¡Al centro! ¡Al centro! Y el roto que no iba al centro sino para la pascua y el año nuevo, corría ahora por el medio de la calle, con un inmenso grito de victoria en la garganta… seguido por la imagen del conventillo, como un perro mordiéndole los talones”, como la retratará algunos años después Fernando Alegría en su novela Mañana los guerreros (1964).

Esas mismas calles que embrujaron al escritor Alberto Romero, empleado de la Caja de Crédito Hipotecario que, una vez terminada la jornada laboral, caminaba por la Alameda al poniente, dejando que la locomoción bípeda estimulara sus terminaciones nerviosas e irrigara de ensueño su horizonte, consiente de que uno de los efectos del vagabundeo es precisamente el de entregarnos a una suerte de trance ambulatorio donde lo sensitivo se trenza con la reflexión.  Se había alejado de los circuitos habituales –de las avenidas de su rutina, del compuesto barrio cívico, de los portales de la Plaza de Armas–, ya estaba bajo el influjo fisiológico de los propios pasos, con la disposición a enfilar por cualquier calle, contrario ese yo práctico unidimensional que sabe bien lo que busca y para el cual los pies son únicamente un instrumento, el medio por descarte para desplazarse.

Lo imagino en la esquina de Bascuñán Guerrero, doblando al sur para trazar a paso tranquilo una pauta mental de su recorrido por la cuadricula urbana contradicha así misma con otra forma, la manzana. Lo veo avanzar un par de cuadras por Salvador San Fuentes, Sazié o Grajales, perdiéndose sin apuro, aguzando el oído por las ventanas abiertas de las fachadas continuas de la calle Exposición, atrapando los “ ecos deshilachados de conversaciones furtivas”, tomando notas, apuntando nombres y adjetivos. Intentando dibujar una esquina. Luego volvía a la Alameda, al frontis del inmenso galpón de la estación de trenes y al movimiento de los transeúntes y viajeros; contemplando unos segundos el viejo Hotel Melossi al otro lado de  la calle, en cuyo sótano Alfredo Betteley había creado una de las primeras academia de boxeo del país.

Pienso en Romero avanzando agazapado por los oscuros y malolientes resquicios de la calle San Francisco de Borja, en la misma época en la que el crimen del mecánico Romualdo Ivani Zambelli daría origen a su milagrosa animita, la de ‘Romualdito’. Esas esquinas del barrio comercial y ferroviario en las que escuchó a los vagabundos y borrachos, a las prostitutas, a los lanzas y pelusas para captar sus códigos y el habla con la que se expresarían sus personajes literarios. De esas anotaciones de vidas miserables y tragedias cotidianas como materia prima, del rastreo territorial donde situar y dar sangre a su literatura, nace La viuda del conventillo (1930), novela breve que se sitúa en las inmediaciones de la Estación Central. En ella, la joven viuda Eufrasia Morales (“querendona por naturaleza y simple y sufrida por temperamento”) monta un precario comercio de fritangas para enfrentar el prematuro fallecimiento de su marido, el “pintor, albañil y gañán al día”, Fidel Astudillo. La mujer comienza su dura jornada con las primeras luces del alba; espera a los hombres que viene del campo a la Vega Central a ofrecer su cosecha, y hacen una parada en el conventillo para comprar sopaipillas y pequenes. Un adelantado personaje femenino que manifiesta una interioridad, cultiva la conciencia de sí misma con una dignidad a toda prueba, la que comenzaba a contraponer la pulsión paternalista del criollismo. Un imaginario narrativo que se anclaría en estas avenidas y abriría una veta que relevarían y expandirían con ímpetu y poesía los narradores de la “generación del 38”.

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En el otoño del 1964, los escritores Nicomedes Guzmán y Mario Ferrero siguen las señas de un prestamista que opera al inicio de la calle 5 de Abril con el propósito de cambiar los cheques a fecha que ambos portaban. El prestamista no estaba y los escritores vagaron por el barrio sin rumbo, con unas escuálidas monedas como único capital, deteniéndose en los kioscos para leer y comentar los titulares de los diarios y las revistas, tratando de matar el tiempo bajo una  fina llovizna a la espera de realizar el trámite. Nicomedes conocía bien el barrio, sus calles, la vida de los que habitaban los numerosos conventillos de los alrededores de la Estación, en los que se amontonaban los inmigrantes de zonas rurales obligados por el mandato reformista de encarnar la conversión de peones agrícolas en obreros. Espacios y existencias que había narrado con una prosa silenciosa, del que cuenta como bajando la voz en medio del  hacinamiento, en su primera novela Los hombres oscuros (1939), en la que un lustrador de zapatos narra la rutina opaca de la carencia y la desgracia de la minucia cotidiana del conventillo en el que arrienda un minúscula pieza: “Las mujeres madrugadoras trajinan de su cuarto a la cocina, de la cocina a su cuarto, en los preparativos del miserable desayuno; algún chiquillo, en otra pileta, se remoja las legañas; alguna chica triste, envuelta en un añoso chal desflecado, las crenchas en desorden, echa los pasos hacia el almacén de la esquina, tras una compra; o una vieja temblona sale a aguaitar al panadero, seguida por un quiltro flaco y tiñoso, de lentos movimientos”.

Pero esa tarde del 64, Ferrero sucumbió a la impaciencia en la espera del prestamista, reunió sus últimas chauchas e invitó a Guzmán a un caldo de cabeza para combatir el frío y achicar la espera. Entraron a un boliche y se sentaron lejos de la puerta. Ya era pasada la medianoche. Nicomedes estaba triste, casi ausente, como herido por algo que le hacía temblar la barbilla. Estaban en silencio. De pronto no pudo más y comenzó a llorar a sollozos sobre el plato. Cuando se calmó, sufrió una hemorragia que fue imposible contener. Ferrero lo llevó rápidamente a la Posta Central, y luego lo acompañó a su casa cuando ya estaba amaneciendo. En el asiento trasero del taxi que los trasladó, Nicomedes se acurrucaba con su chaqueta, mudo, pálido, le tiritaba toda la cara. Al mes siguiente murió, unas horas después de haber cumplido cincuenta años de edad, la madrugada del 26 de junio. Días antes, había terminado su última novela, y conjeturando un fatal desenlace le agregó un curioso epígrafe que decía: “Cuando yo muera, se me habrá ido el peor de los amigos que tuve”.

En esas mismas calles y su Estación, en ese centro gravitacional que atrae y expulsa como descargas eléctricas del mismo signo que se repelen, en la que Jorge Teillier dejaría su desengaño el mismo año de la tragedia de Nicomedes:

Recuerdo la Estación Central

en el atardecer de un día de diciembre.

Me veo apenas con dinero para tomar una cerveza,

despeinado, sediento, inmóvil,

mientras parte el tren

en donde viaja una muchacha que se ha ido

diciendo que nunca me querrá,

que se acostaría con cualquiera, menos conmigo,

que ni siquiera me escribiría una carta.

Es en la Estación Central

un sofocante atardecer

de un día de diciembre.

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Hoy, el barrio ha desaparecido como territorio para la ficción, pero ha reciclado la grasa del postcapitalismo conservando su cadena evolutiva de alboroto y comercio, diversificando la oferta a los nuevos tiempos: su espina dorsal del trajín es la calle que toma el nombre del empresario ferroviario Henry Meiggs –frontera de las comunas de Estación Central y Santiago–, perímetro por el que transitan al día cerca de dos millones de personas entre el Paseo Meiggs y la Plaza Argentina, considerado uno de los barrios más conflictivos de la región Metropolitana con una alta tasa delictual. Entre su variada oferta se incluyen toneladas de baratijas chinas y tenidas sintéticas XXS; litros de colonias efímeras con ambiciones de perfume, importadoras de tecnología coreana y todo tipo de engendros recargables. Cientos de containers de baquelitas kish y latin trash presente en cada una de las miles de ferias artesanales de todo el continente, que hacen temblar la ruta del triángulo monetario de la importación Valparaíso–San Antonio–Santiago, haciendo rentable la concesión ibérica de la autopista. Zapatillas Nike haitianas, camisetas de equipos de fútbol europeos made in Tacna y la “novedad del año” conviven en armonía en unas cuantas cuadras con el cotillón, la bisutería arribista y los artículos de oficina. Perímetro infaltable en la pauta de los noticiarios televisivos y los matinales en Navidad–marzo–Día del niño–  Halloween.

Por la noche el barrio descansa, o diluye su giro comercial hasta el delito, baja sus cortinas como párpados metálicos anti–alunisajes. El hormigueo diurno de la lógica de la transacción, encorcetada por el decreto de las cuarenta y cinco horas semanales, se sosiega. Una desierta penumbra que parodia un barrio chino como el de las películas, en las que desde los rincones surgen ninjas y karatekas en coreografías de coscachos sonoros.

El Índice de Calidad de Vida Urbana la señala como una de las peores comunas para vivir. El cuadrante del Terminal de Buses, entre las calles Jotabeche, Obispo Vásquez, Nicasio Retamales y la Alameda es un manicomio de libre acceso. Miles de almas que deambulan con sus bultos a cuestas para abordar los buses interprovinciales y a países vecinos; se van tantos como llegan, en un círculo infinito que no comienza ni termina nunca. Un reciclaje perpetuo de barullo y desplazamiento, por eso los que habitan el perímetro las veinticuatro horas del día ya palpan la demencia: ancianos, inmigrantes sudamericanos, pequeños boliches de desayuno al paso, bodegas de fardos de ropa americana, almacenes y cocinerías de menú diario, padecen la erosión auditiva de los decibeles de cientos de motores de 9,3 cc que copan las estrechas avenidas.

La contingencia del viejo barrio retratado en las novelas de la primera mitad del siglo XX ha reemplazado a los inmigrantes de la provincia nacional por haitianos, colombianos y dominicanos que reducen su costo de permanencia en la realidad virtual del presente. ‘Público objetivo’ de la versión neoliberal del añejo conventillo horizontal en su variante vertical de tabique e internit. Y día a día el barrio otra vez despierta, se levanta en un loop interminable. Ahí permanece la Estación Central, inamovible, imperturbable, observa el ineludible cambalache a su alrededor, esperando a ser escrita nuevamente.

Por Felipe Reyes. Publicado originalmente en Lo que leímos (5 Mayo, 2021).