Recuerdo que el 18 de octubre salí de la U desde Macul con Grecia en dirección al centro para encontrarme con alguna evasión en algún metro de Santiago. Hace días los ánimos estaban caldeados y todxs sentíamos y queríamos sumarnos a la protesta. Eran aproximadamente las 2.30 de la tarde cuando por Av. Vicuña Mackena, antes de llegar siquiera a metro Santa Isabel, el tránsito estaba desviado por las escaramuzas que comenzaban a producirse en las cercanías de las estaciones del metro. Sólo con mi mochila y con algunos pesos en el bolsillo (sin saber la larga jornada que se vendría), bajé de la micro en dirección a lo que posteriormente se llamaría Plaza Dignidad, para sumarme a las manifestaciones y palpar el ambiente.


Lo que mis ojos comenzaron a ver inmediatamente fue verdaderamente genial. Ya no eran sólo los secundarios quienes desordenaban la ciudad, sino que ahora eran “los y las cualquiera”, aquellxs que el tecnicismo burgués denomina como “ciudadanxs” pero que otros preferimos llamar proletariado, la clase… nuestra clase. Seres humanos comunes y corrientes que venían de sus trabajos, adultos mayores, jóvenes de todas las edades, mujeres, hombres y personas que se identifican más allá de esas categorías binarias estaban con la bronca hirviendo porque a la policía se le ocurrió tirar gases lacrimógenos a los andenes, cerrar estaciones, golpear menores de edad y dar un espectáculo grotesco, morboso y miserable de desatino. El video que aproximadamente a las 5 de la tarde circuló por redes sociales de una secundaria baleada en su entrepierna en las cercanías del reloj del metro Estación Central fue un catalizador para que muchxs adultxs pensaran: ¡qué mierda, podría ser mi hija!… esto no se puede quedar así. Ya más tarde, cuando Andrés Chadwick, primo del entonces presidente Sebastían Piñera, anunció querellas contra quienes participen de las protestas, la población completa se volcó a las calles a derramar la rabia contra los pacos y los miserables que nos gobiernan. Sin duda alguna se lo buscaron. Que no les quepa duda. Fueron unos imbéciles.


El 18 de octubre la Alameda la recorrí muchas veces, de ida y de vuelta, pasando por distintos escenarios que fueron subiendo en masividad y confrontación. A la altura de metro los héroes, cuando aún había sol en el cielo, vi los primeros saqueos, puntualmente a multitiendas y a una San Camilo, desde donde unos encapuchados repartían los panes, los dulces y los jugos Andina para posteriormente dispersarse por las calles. A la altura de metro ULA presencio una breve confrontación entre dos grupos civiles que discutían sobre si vandalizar o no una micro, llegando esto a resolución cuando un hombre de unos 35 años, que venía evidentemente de su trabajo, le pega unos “wate” a uno de los muchachos de uno de los grupos y “lo manda pa la casa”, para finalizar diciendo: “cabros, quemen esta weá”. Acto seguido, en plena alameda ardía uno de los tantos buses que quedarían inutilizables a lo largo de esa jornada.


Llegando a metro Estación Central, ya cerca de las 8 de la noche, un grupo de personas se apostaba en las rejas que encierran el perímetro del reloj. Allí dentro, ocultos detrás de los kioskos, habían quedado abandonados 3 policías y no se les pretendía dejar salir. A punta de palos y piedras se les amedrentó, insultó y acorraló. La bronca era demasiada, ellos sintieron miedo, no se movieron de allí hasta que llegaron los suyos a auxiliarlos.


Ya cerca de las 9 de la noche, continúo mi caminata por la alameda. Llegando a metro San Alberto Hurtado me percato a lo lejos de una humareda gigante, espesa, negra. Acelero mi paso con la intriga de saber qué era lo que ocurría. Mi sorpresa, gratitud y algarabía fue tremenda al llegar al metro Las Rejas y ver toda la alameda con barricadas que cubrían completamente ambas calzadas repleta de gente. REPLETA. Todxs participando con cacerolas, con banderas, gritos, alegría. Muchxs a la espera de la policía, sin miedo a que llegaran y dispuestxs a camotearlos. De aquél momento tengo unos flashazos en mi mente demasiado potentes que no se me van a olvidar nunca. Ver así de llena ese punto de la ciudad, a las afueras de donde he vivido gran parte de mi vida, fue algo asombroso, no podía con la excitación. Lo único que pensaba era: esto tiene que seguir, no podemos detenernos. Se vienen días de movimiento y tenemos que estar unidxs.


Los días que vinieron fueron de una intensidad nunca antes sentida y relatarlos será para otra ocasión. Lo que sí tengo claro es que de allí para adelante salir a la calle tuvo otra espesura, otra importancia, otro tenor. Y había que hacerlo. Cada mañana me despedía de mi mamá con la incertidumbre de no saber si volvería libre, sano o vivo. Así de piante y crudo. Esas despedidas fueron muy sensibles. Pero había que estar. Había que ir a la calle a poner en práctica lo que ya veníamos haciendo hace años en los territorios, a expandir la organización, a resistir la represión, a gritar, a intentar prefigurar otra forma de vida totalmente distinta… Y es que sin duda, pese a todo, aquellos días fueron los más terribles y al mismo tiempo los más hermosos de mi vida.